El duende está mirando a los peces.
Tiene el poder de detener el tiempo y de leer algunas mentes.
Por eso no se mueven las agujas del reloj que cuelga en la pared.
Ella tampoco se mueve.
Ahora todo está quieto en la casa,
el duende, la tortuga, el reloj.
Todo salvo los peces, y cada uno tiene un nombre para ella.
El duende mira a los peces.
Lleva tanto tiempo observándolos que ya los comprende un poco,
sospecha sus motivaciones, imagina sus sueños.
Pero no anota nada, nada registra en un papel.
Sólo disfruta de este regalo que le dio la vida:
unos peces, dentro de un mundo, dentro de su propia casa.
Hace un rato, cuando todavía corría el tiempo,
fue a cambiar un filtro y se ha quedado mirando a los peces.
El duende sumergió su corazón en ese mundo de agua
y detuvo el tiempo, una vez más.
Cuando ella lo decida, dejará de observar el acuario.
El segundero del reloj de la pared retomará su marcha innegociable
y ella volverá a otro de sus mundos.
Éste es más grande, más frecuente,
y está lleno de hojas, de grandes montañas, de un patio,
de cada frío, de la imagen de otra casa.
Ella, el duende, sale de casa.
La tortuga comienza a recorrer el pasillo.
Los peces continúan persiguiendo sus sueños.
El reloj de la pared vuelve a marcar cada minuto.